jueves, 24 de marzo de 2011

Ósculo


Y así estaba yo, significando a la medianoche, tanteando tu cuerpo, buscando tu cuello y encariñándome con tus cabellos; embebido por tu fragancia. Claro, sin conciencia... mis labios se imantan, aplastando los tuyos.
En seguida nos encontramos ubicados, yo me deleito con tu labio inferior mientras vos... te embelesas con mi labio superior.
Ellos se abrazan y se humedecen, se absorben succionados y languidecen. Mezquinos, porque encerradas, las lenguas... enloquecen.
Ellas, desquiciadas y tentaculares, forcejean con ellos para encontrarse y lamerse, desparramándose como pulpos por las concavidades de las bocas.
De cuando en cuando, vos te frenas para secar con tus manos exquisitas, mi boca empapada de besos y seguís... inmisericorde.
Mis labios, borrachos, tentan cual Odiseo, aventurarse al infinito de tu yugularidad, pero mi lengua, que nunca colma su arrobo... clama el retorno.
Otra vez cariño mío, la danza labial, interrumpida por la salacidad de nuestras lenguas voraces, que enlaguna el besuqueo incauto e incansable de nuestras bocas..., nos está regalando mutuamente.
¡Hay querida!, me basta con tocar tu boca para sumergirme en tu cálice de licor y empalagarme... ebrio de tu persona.
Quiero guardar tu aroma en un cajoncito, junto con tu calor y junto con tu suavidad, porque ahora me voy y volveré mañana, para encontrarte aquí... Penelopescente. Y sentir tus labios... Fervientes. Reviviendo los míos... Dementes.

lunes, 14 de marzo de 2011

Verde Esperanza, Verde esmeralda, En Tu Mundo Maldito.





Ellos estaban cómodamente sentados y divertidos sobre sillones mullidos y espaciosos, cuando el espectáculo de la precaria televisión los cautivaba. Ellos bebían su más preciado néctar: Ron y vino, acompañados por salame tajeado en tabla.
Yo, sentado y sin atención de esos burdos ladrones, tentaba desligar los nudos de mi atadura. Cuando lo logré, recuperar mis movimientos de libertad, esbocé un plan de escape y, sigilosamente, partí en dos la silla en la cual estaba sentado, sobre la cabeza de uno de los locos, volteando la estufa de querosén y echando encima el cigarro que tenía en mi boca mientras planeaba mi épico boleto de salida.
Corrí hacia la puerta abierta, dejando llamas por atrás, y salté un barranco con un parapente que robé del Jeep, el  cual ya tenía apuntado de antes. El salto fue de pocos metros, con lo cual, no alcé vuelo, si no que me facilité una corrida interrumpida por largos saltos cerro abajo.
Los militares perdieron poder y estos tipos, secuestran a todo hombre de temprana edad, para torturarlo y calcinar su cerebro, engendrando un soldado raso, leal a la mierda. Pensar en ese futuro fatídico me da fuerzas de dar trancos más largos para efectivizar mi huida.
Pasaron muchos minutos y ya no puedo usar este medio de transporte, los árboles me lo impiden. Descansando, me sorprendo observando a una mujer. La vi correr lejos de mí, perseguida de su flameante vestido y sus mechones azabaches. Seguro escapa de alguien como yo. La miro. Ella no. Ella corre y corre. ¿Me vio? No lo sé, mas tarde lo sabré.


Corro sola. Me mira un joven, sentado. No lo observo, no puedo detenerme, no puedo arriesgarme, tengo miedo, quiero estar a salvo. Mi vestido está sucio y mojado, me cuesta ser rápida.
Ahora llego a un pueblo urbano, muy descuidado, hediondo y seco. De más cerca parece un campamento del ejército situado en una manzana abandonada. Árboles secos de poca sombra, olor a gente, telas, toldos, muchedumbre. Me encuentro frente a una ventana, sin marco, sin vidrio, sin rejas; en una pared, sin sus perpendiculares, sin techo, derruida.
Se acerca algo, alguien. Alguien raro, panzón, deforme, sin expresión alguna. Se acerca demasiado e intento derribarlo con el tallo de una caña. Retrocede, pero algo me desnuca de un golpe por atrás.
Despierto con un vestido celeste y salpicado de florcitas pequeñas y salgo de una supuesta vivienda, improvisada con palos, restos de pared y madera. Un ambiente macabro, espeso y con sabor a olvido. Me acerqué a una mujer que martillaba un zapato rotoso. Cuando me miró, lo único que pude ver, es lo que faltaba en ellos: Sus ojos reflejaban un abismo sin fin, precioso, pero carente de un alma. Bajó la mirada y siguió su labor. Compartí con pena los minutos que venían hasta que algo hizo que ella se reventara un dedo con la herramienta. Cualquiera hubiese llorado en alaridos pelados con ese accidente, pero ella, corrió a esconderse bajo una tabla.
Cuando presté atención a la realidad, tenía adelante mío a tres parejas ancianas, con una sonrisa aviesa y senil en su cara, ataviados con camisas floreadas como mi vestido y escondidos detrás de pequeños anteojos redondos y oscuros. La malignidad fantasmal me azuzó a correr. No lo confirmé, pero supuse que ellos eran culpables de la mujer desalmada. Su mórbida mirada me dijo que estos abuelos absorbían algo.
Salí de ese lugar, a una calle incandescente, fulminada por el sol. Me alegré al ver a dos mujeres pasar con un comportamiento humano delante de mí pero presentí cosas cuando vi sus cántaros con agua espesa, hediente a cloaca fétida y podredumbre y con futuro de ser bebida.
El mendigo mas andrajoso, pobre, enfermo e infeliz del mundo, me enseño su tétrica dentadura cuando logró recordarle a su cerebro y a su boca, lo bonito que era sonreír, luego de que le dí las monedas que encontré hurgando mi vestido nuevo.
Doblé la esquina y me topé con una rareza. Mujeres en bicicletas, camillas y colchonetas, incinerando calorías, dentro de una vidriera de cariz zoológica, que poseía una gran balanza en su base. El peso en kilogramos se apreciaba afuera de la vidriera donde se encontraba un reloj digital sostenido sobre un mástil de metal. Las mujeres dentro parecían contentas en sus trajes de gimnasia pero vi que la vanidad las había desquiciado para siempre. Eso sí, eran hermosas esculturas voluptuosas con caderas peligrosísimas y piel bronceada, pero no reflejaban femeneidad en sus ojos porque sé que no recibieron ni ofrecieron el amor que yo conocía.
Lo segundo y último que llamó mi atención, fue el aposento contiguo, una casa predominante en madera, fragante de vida. Ese lugar me absorbió, porque era una magia en la oscuridad lúgubre, desolada y fantasmagórica que acababa de experimentar.
Abrí y entré seguida de un joven al que miré con fugaz atención.


Delante mío entro una mujer que se fijó en mí levemente, y así recordé, era la mujer fugitiva. La casa en que entramos tenía un techo oriental. Estar ahí te convencía de querer morir allí. El piso crujiente, las vaharadas de perfumes florales y efluvios fragantes de gente preciosa, el meneo crepitante del fuego en la hoguera, el mutismo pacífico acompañado sólo por los sonidos momentáneos correspondientes a la paz y la hermosura y el olor arbóreo del ébano, cedro, pino, quebracho y bambú, me invitaron a no querer salir nunca.
La mujer fugitiva desapareció tras una puerta luego de hablar con otra, que la recibió contenta y que luego, se acercó hacia mí. Tenía ella un talismán en la mano cuando me dijo con tono pitoniso: "Esta cuando subís por ahí nene".
Sin preguntar, pero dudando de la seguridad con que me recibió siendo que no me conocía, subí. En el entrepiso alfombrado solo vi mujeres, y para mi sorpresa, todas se voltearon a mirarme. Un mar de caras desconocidas pero hermosas que me miraban, me sostenían y me inmovilizaban con sus ojos penetrantes.
Me senté con la intención de participar en lo que sea que estuvieran haciendo, pero presagiando que iba a ser víctima de algo.
Al lado mío. Si... A mi lado estaba. Olía a rosas y perfumes, relucía su piel cobre y sonreía invocando un terremoto volcánico en mi pecho. Sus ojos me decían te quiero abismándome, sucumbiéndome y endulzándome. La amé. No supe su nombre, solo supe que mi amar se agotó en ese instante y que lloré con mares. Con su cara morena, sonrojada y satisfecha de su acción me besó. Húmedo. Tierno. Suave. Aromático. Yo, abracé su espalda desnuda y morí, no sé de qué. De algo morí y eso soñé.