Ellos estaban cómodamente sentados y divertidos sobre sillones mullidos y
espaciosos, cuando el espectáculo de la precaria televisión los cautivaba.
Ellos bebían su más preciado néctar: Ron y vino, acompañados por salame tajeado
en tabla.
Yo, sentado y sin atención de esos burdos ladrones, tentaba desligar los
nudos de mi atadura. Cuando lo logré, recuperar mis movimientos de libertad, esbocé
un plan de escape y, sigilosamente, partí en dos la silla en la cual estaba
sentado, sobre la cabeza de uno de los locos, volteando la estufa de querosén y
echando encima el cigarro que tenía en mi boca mientras planeaba mi épico
boleto de salida.
Corrí hacia la puerta abierta, dejando llamas por atrás, y salté un barranco
con un parapente que robé del Jeep, el cual ya tenía apuntado de antes.
El salto fue de pocos metros, con lo cual, no alcé vuelo, si no que me facilité
una corrida interrumpida por largos saltos cerro abajo.
Los militares perdieron poder y estos tipos, secuestran a todo hombre de
temprana edad, para torturarlo y calcinar su cerebro, engendrando un soldado
raso, leal a la mierda. Pensar en ese futuro fatídico me da fuerzas de dar
trancos más largos para efectivizar mi huida.
Pasaron muchos minutos y ya no puedo usar este medio de transporte, los
árboles me lo impiden. Descansando, me sorprendo observando a una mujer. La vi
correr lejos de mí, perseguida de su flameante vestido y sus mechones azabaches.
Seguro escapa de alguien como yo. La miro. Ella no. Ella corre y corre. ¿Me vio?
No lo sé, mas tarde lo sabré.
♦
Corro sola. Me mira un joven, sentado. No lo observo, no puedo detenerme, no
puedo arriesgarme, tengo miedo, quiero estar a salvo. Mi vestido está sucio y
mojado, me cuesta ser rápida.
Ahora llego a un pueblo urbano, muy descuidado, hediondo y seco. De más
cerca parece un campamento del ejército situado en una manzana abandonada.
Árboles secos de poca sombra, olor a gente, telas, toldos, muchedumbre. Me
encuentro frente a una ventana, sin marco, sin vidrio, sin rejas; en una pared,
sin sus perpendiculares, sin techo, derruida.
Se acerca algo, alguien. Alguien raro, panzón, deforme, sin expresión
alguna. Se acerca demasiado e intento derribarlo con el tallo de una caña.
Retrocede, pero algo me desnuca de un golpe por atrás.
Despierto con un vestido celeste y salpicado de florcitas pequeñas y salgo
de una supuesta vivienda, improvisada con palos, restos de pared y madera. Un
ambiente macabro, espeso y con sabor a olvido. Me acerqué a una mujer que
martillaba un zapato rotoso. Cuando me miró, lo único que pude ver, es lo que
faltaba en ellos: Sus ojos reflejaban un abismo sin fin, precioso, pero carente
de un alma. Bajó la mirada y siguió su labor. Compartí con pena los minutos que
venían hasta que algo hizo que ella se reventara un dedo con la herramienta.
Cualquiera hubiese llorado en alaridos pelados con ese accidente, pero ella,
corrió a esconderse bajo una tabla.
Cuando presté atención a la realidad, tenía adelante mío a tres parejas
ancianas, con una sonrisa aviesa y senil en su cara, ataviados con camisas
floreadas como mi vestido y escondidos detrás de pequeños anteojos redondos y
oscuros. La malignidad fantasmal me azuzó a correr. No lo confirmé, pero supuse
que ellos eran culpables de la mujer desalmada. Su mórbida mirada me dijo que
estos abuelos absorbían algo.
Salí de ese lugar, a una calle incandescente, fulminada por el sol. Me
alegré al ver a dos mujeres pasar con un comportamiento humano delante de mí
pero presentí cosas cuando vi sus cántaros con agua espesa, hediente a cloaca
fétida y podredumbre y con futuro de ser bebida.
El mendigo mas andrajoso, pobre, enfermo e infeliz del mundo, me enseño su
tétrica dentadura cuando logró recordarle a su cerebro y a su boca, lo bonito
que era sonreír, luego de que le dí las monedas que encontré hurgando mi vestido
nuevo.
Doblé la esquina y me topé con una rareza. Mujeres en bicicletas, camillas y
colchonetas, incinerando calorías, dentro de una vidriera de cariz zoológica,
que poseía una gran balanza en su base. El peso en kilogramos se apreciaba
afuera de la vidriera donde se encontraba un reloj digital sostenido sobre un mástil
de metal. Las mujeres dentro parecían contentas en sus trajes de gimnasia pero vi
que la vanidad las había desquiciado para siempre. Eso sí, eran hermosas
esculturas voluptuosas con caderas peligrosísimas y piel bronceada, pero no
reflejaban femeneidad en sus ojos porque sé que no recibieron ni ofrecieron el
amor que yo conocía.
Lo segundo y último que llamó mi atención, fue el aposento contiguo, una
casa predominante en madera, fragante de vida. Ese lugar me absorbió, porque
era una magia en la oscuridad lúgubre, desolada y fantasmagórica que acababa de
experimentar.
Abrí y entré seguida de un joven al que miré con fugaz atención.
♦
Delante mío entro una mujer que se fijó en mí levemente, y así recordé, era
la mujer fugitiva. La casa en que entramos tenía un techo oriental. Estar ahí
te convencía de querer morir allí. El piso crujiente, las vaharadas de perfumes
florales y efluvios fragantes de gente preciosa, el meneo crepitante del fuego
en la hoguera, el mutismo pacífico acompañado sólo por los sonidos momentáneos
correspondientes a la paz y la hermosura y el olor arbóreo del ébano, cedro,
pino, quebracho y bambú, me invitaron a no querer salir nunca.
La mujer fugitiva desapareció tras una puerta luego de hablar con otra, que
la recibió contenta y que luego, se acercó hacia mí. Tenía ella un talismán en
la mano cuando me dijo con tono pitoniso: "Esta cuando subís por ahí
nene".
Sin preguntar, pero dudando de la seguridad con que me recibió siendo que no
me conocía, subí. En el entrepiso alfombrado solo vi mujeres, y para mi
sorpresa, todas se voltearon a mirarme. Un mar de caras desconocidas pero
hermosas que me miraban, me sostenían y me inmovilizaban con sus ojos
penetrantes.
Me senté con la intención de participar en lo que sea que estuvieran
haciendo, pero presagiando que iba a ser víctima de algo.
Al lado mío. Si... A mi lado estaba. Olía a rosas y perfumes, relucía su
piel cobre y sonreía invocando un terremoto volcánico en mi pecho. Sus ojos me decían
te quiero abismándome, sucumbiéndome y endulzándome. La amé. No supe su nombre,
solo supe que mi amar se agotó en ese instante y que lloré con mares. Con su
cara morena, sonrojada y satisfecha de su acción me besó. Húmedo. Tierno. Suave.
Aromático. Yo, abracé su espalda desnuda y morí, no sé de qué. De algo morí y
eso soñé.